domingo, noviembre 14
Me llamaban Mike, el Solitario
“-Me llamaban Mike el Solitario. Hoy ese calificativo me suena a la peor de las desgracias pero en su tiempo hacía que la gente me nombrara desde el respeto y que yo le mirara por encima del hombro. Yo era un hombre independiente, maduro, seguro de sí mismo, no le temía a nada y no había nada que yo no pudiera conseguir, no necesitaba la ayuda de nadie y por ello siempre iba solo. El solitario… En aquella época sólo pensar en echar a perder mi reputación a cambio de una mínima compañía me producía náuseas. Yo, Mike el Solitario, el hombre que todo lo puede y a nadie necesita nunca dejaría de ser quien era: Mike el Solitario. Tal vez por la obviedad de mi nombre o tal vez por ser claramente inferiores, durante la época en la que aquél terrible apodo seguía a mi nombre nadie trató jamás de acercarse a mí. Y para mí era mucho mejor, ¿sabes? Porque así podía seguir siendo quien era sin necesidad de esforzarme. De modo que continué siendo Mike el Solitario durante mucho tiempo más, y en ningún momento me arrepentí de ello porque como ya sabes nunca he necesitado la compañía de nadie para ser feliz, ni para conseguir lo que me propongo. Pero todo eso cambió cuando te conocí. Ya sabes que yo siempre he estado orgulloso de ser quien era, Mike el Solitario, y que nunca entró en mis planes dejar de serlo porque no me hacía falta compañía para ser feliz. Pero ahora no soy capaz de imaginar cuán terrible puede ser mi vida si algún día tú me faltas y yo dejo de ser Miguel, el hombre que tiene un amigo, y me convierto de nuevo en ese horrible Mike el Solitario. Porque antes era un hombre maduro e independiente, ¿sabes? No me hacía falta nadie para conseguir lo que me proponía, pero ahora siento que si no te tengo cerca no podré ni siquiera levantarme de este banco y emprender la vuelta a casa, ¿sabes? Por que en otros tiempos la soledad me hacía fuerte, pero hoy pienso en ella y siento un inmenso miedo que me pesa aquí, en la garganta. Por suerte tú estás aquí y yo nunca volveré a ser Mike, el Solitario, ese hombre que se engañaba a sí mismo para que su soledad no le volviera loco ni ese desgraciado al que le temblaban las piernas cuando hablaba cara a cara con una mujer. Ese fantasma ya ha desaparecido, la gente ya no me respeta ni me tiene miedo y yo ya no les miro por encima del hombro porque si hay algo que temo en este mundo es que vuelvan aquellos tiempos en los que yo era Mike, el desgraciado. Por suerte tu estás aquí, conmigo, y sé que nunca te vas a ir aunque ya no ladres. Aunque ya no saltes sobre mi regazo cuando me siento en el sofá ni muevas el rabo alegre cuando llego a casa. Aunque tenga que sacarte a pasear a rastras porque ya no quieres andar más, y no tengas ya ojos, y te salgan a veces gusanos por la nariz. Aunque haya gente que se lleve un pañuelo a la boca cuando pasamos por su lado porque no soporta tu olor, y me llamen loco porque dicen que ya no eres un perro. ¿Sabes?, la gente cambia, y no por eso yo voy a dejar de quererte. Porque yo antes era Mike el Solitario, pero ahora prefiero un millón de veces que me llamen Miguelillo el Loco antes de verme de nuevo rodeado por tan insoportable soledad…”
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23:48
lunes, junio 14
Meriflagüer
Meriflagüer se hacía llamar así porque Mariflor le sonaba a campo, y ella había decidido renegar de sus orígenes. Escribía su nombre de esa forma, tal como sonaba, porque tampoco quería parecer una snob.
Vestía escotes demasiado largos y faldas demasiado cortas. Le gustaba que volaran con el viento, y si éste no soplaba, ella ponía mucho cuidado en andar sobre los conductos de ventilación del metro o en tardar mucho más de lo necesario en entrar en El Corte Inglés. Pero ella nunca fue una Marilyn y sus faldas, lejos de volar con erotismo se pegaban con sorna a sus piernas acentuando lo patético de su gesto.
Meriflagüer tenía algo de estrabismo en un ojo, pero a ella le encantaba creer que lo disimulaba magistralmente cuando le hacía una caidita de ojos y un guiño a cualquier chico guapo con quien cruzase la mirada.
Hacía como que estudiaba inglés, para tener una historia detrás de su nombre. En la biblioteca su lápiz siempre rodaba voluntariamente por el suelo, y, en las raras ocasiones en las que ella no se encontraba con el culo en pompa y apretando canalillo para recogerlo, le pasaba la lengua por la goma o la mordisqueaba, a ser posible mirando a los ojos al que tuviera enfrente.
A Meriflagüer le ponía sentirse observada, se le humedecían las bragas cuando, mirara a donde mirara, alguien disimulaba mirando al suelo o fingiendo un repentino picor en la sien. Y es que no podías dejar de mirarla, con su ensayado contoneo de caderas que la asemejaba a un ganso, con sus tacones perennes con los que apenas podía erguirse o con esa expresión en la cara, como de zorra realizada.
Meriflagüer compartía lecho con cualquiera que insinuara un bulto en la entrepierna. En las artes amatorias se sentía una diosa, y le encantaba creer que, de haberse dejado, sus amantes habrían hecho cola para probarla de nuevo. Y es que Meriflagüer era de las que se comía las pollas de dos en dos, porque decía que una sola le bailaba en la boca. Lo que no sabía era que casi todos los que se dejaron realizar esta práctica lo hicieron para sentir el roce con otro miembro.
Porque Meriflagüer jugaba a jugar con los hombres, a tratarlos como objetos, a despertar sus más bajos instintos para conseguir lo que se proponía. Pero lo más que llegó a conseguir tras un polvo fue una palmada en la espalda. Meriflagüer era la bizca, la de los andares de ganso y la cara de guarra. Era el objeto de las apuestas y el complemento a la masturbación de los desesperados. Y mientras ella siguiera pensando que con cada golpe de cadera se derretía un alma a su paso, seguiría abriéndose de piernas a voluntad de quien lo solicitara, sonriendo en su imaginación con la entereza de una joven femme fatale.
Vestía escotes demasiado largos y faldas demasiado cortas. Le gustaba que volaran con el viento, y si éste no soplaba, ella ponía mucho cuidado en andar sobre los conductos de ventilación del metro o en tardar mucho más de lo necesario en entrar en El Corte Inglés. Pero ella nunca fue una Marilyn y sus faldas, lejos de volar con erotismo se pegaban con sorna a sus piernas acentuando lo patético de su gesto.
Meriflagüer tenía algo de estrabismo en un ojo, pero a ella le encantaba creer que lo disimulaba magistralmente cuando le hacía una caidita de ojos y un guiño a cualquier chico guapo con quien cruzase la mirada.
Hacía como que estudiaba inglés, para tener una historia detrás de su nombre. En la biblioteca su lápiz siempre rodaba voluntariamente por el suelo, y, en las raras ocasiones en las que ella no se encontraba con el culo en pompa y apretando canalillo para recogerlo, le pasaba la lengua por la goma o la mordisqueaba, a ser posible mirando a los ojos al que tuviera enfrente.
A Meriflagüer le ponía sentirse observada, se le humedecían las bragas cuando, mirara a donde mirara, alguien disimulaba mirando al suelo o fingiendo un repentino picor en la sien. Y es que no podías dejar de mirarla, con su ensayado contoneo de caderas que la asemejaba a un ganso, con sus tacones perennes con los que apenas podía erguirse o con esa expresión en la cara, como de zorra realizada.
Meriflagüer compartía lecho con cualquiera que insinuara un bulto en la entrepierna. En las artes amatorias se sentía una diosa, y le encantaba creer que, de haberse dejado, sus amantes habrían hecho cola para probarla de nuevo. Y es que Meriflagüer era de las que se comía las pollas de dos en dos, porque decía que una sola le bailaba en la boca. Lo que no sabía era que casi todos los que se dejaron realizar esta práctica lo hicieron para sentir el roce con otro miembro.
Porque Meriflagüer jugaba a jugar con los hombres, a tratarlos como objetos, a despertar sus más bajos instintos para conseguir lo que se proponía. Pero lo más que llegó a conseguir tras un polvo fue una palmada en la espalda. Meriflagüer era la bizca, la de los andares de ganso y la cara de guarra. Era el objeto de las apuestas y el complemento a la masturbación de los desesperados. Y mientras ella siguiera pensando que con cada golpe de cadera se derretía un alma a su paso, seguiría abriéndose de piernas a voluntad de quien lo solicitara, sonriendo en su imaginación con la entereza de una joven femme fatale.
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17:41
viernes, junio 11
el avestruz
Él siempre fue de los que enterraban la cabeza cuando había algún problema alrededor. Allí, bajo tierra, las lombrices le sonreían con gestos velados, condescendientes. Bajo tierra no llegaba el ruido de fuera, y si no lo oía no existía.
Él era de los que se quedaban con la buena noticia y desatendían la mala, que amablemente pidieron que les fuera contada en segundo lugar.
Él no actuaba. En realidad tampoco se escondía, simplemente esquivaba todo aquello que pudiera hacerle daño. Le gustaba subir el volumen de su mp3 cuando el metro llegaba a la estación. Y le gustaba poner cara de “aquí no ha pasado nada” sin mirar para otro lado.
Una vez se compró una espada para enfrentarse al monstruo, pero descubrió, al ir a darle muerte, que ésta era de juguete.
Probó a guardar los problemas en un sobre, y echarlos al buzón con dirección conocida, pero en las tiendas de sellos no supieron ponerle precio al envío.
También pensó en jugar al escondite, pero desistió al recordar que de pequeño siempre era de los que “la quedaban”.
Así que se quedó con la táctica del avestruz, la de los ojos que no ven o del si te he visto no me acuerdo. La del olvido voluntario.
Y consiguió que los problemas no le atrapasen. Consiguió mantener un optimismo inquebrantable y una envidiable forma de desenvolverse por el mundo. Se convirtió en un intocable.
Y un buen día se dio cuenta de que los monstruos no se habían ido, sino que alimentándose de su voluntaria ignorancia crecían y se multiplicaban.
Pero él perdió la oportunidad de enfrentarlos hacía mucho tiempo y era consciente de ello, de modo que decidió proceder como mejor sabía. Se compro una máscara de sonrisa perenne, se subió al escenario en el que se interpretaba a sí mismo y ejecutó su mejor función.
Sin embargo, al terminar su actuación no escuchó aplausos ni elogios. No arrojaron rosas a sus pies, ni tampoco le lanzaron tomates. El silencio que le acogió le perturbó y, por primera vez, se escuchó a sí mismo.
Él era de los que se quedaban con la buena noticia y desatendían la mala, que amablemente pidieron que les fuera contada en segundo lugar.
Él no actuaba. En realidad tampoco se escondía, simplemente esquivaba todo aquello que pudiera hacerle daño. Le gustaba subir el volumen de su mp3 cuando el metro llegaba a la estación. Y le gustaba poner cara de “aquí no ha pasado nada” sin mirar para otro lado.
Una vez se compró una espada para enfrentarse al monstruo, pero descubrió, al ir a darle muerte, que ésta era de juguete.
Probó a guardar los problemas en un sobre, y echarlos al buzón con dirección conocida, pero en las tiendas de sellos no supieron ponerle precio al envío.
También pensó en jugar al escondite, pero desistió al recordar que de pequeño siempre era de los que “la quedaban”.
Así que se quedó con la táctica del avestruz, la de los ojos que no ven o del si te he visto no me acuerdo. La del olvido voluntario.
Y consiguió que los problemas no le atrapasen. Consiguió mantener un optimismo inquebrantable y una envidiable forma de desenvolverse por el mundo. Se convirtió en un intocable.
Y un buen día se dio cuenta de que los monstruos no se habían ido, sino que alimentándose de su voluntaria ignorancia crecían y se multiplicaban.
Pero él perdió la oportunidad de enfrentarlos hacía mucho tiempo y era consciente de ello, de modo que decidió proceder como mejor sabía. Se compro una máscara de sonrisa perenne, se subió al escenario en el que se interpretaba a sí mismo y ejecutó su mejor función.
Sin embargo, al terminar su actuación no escuchó aplausos ni elogios. No arrojaron rosas a sus pies, ni tampoco le lanzaron tomates. El silencio que le acogió le perturbó y, por primera vez, se escuchó a sí mismo.
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16:58
domingo, junio 6
viejas historias
Los cuatro amigos guardaban las toallas y la sombrilla en el maletero. Era tarde, sobre esa hora en la que el sol ya no molesta y deja una sombra muy fina y alargada a tu izquierda en la playa. Había sido un buen día, se habían bañado, habían tomado el sol, se habían hecho fotos, habían hablado… En resumen, se habían divertido.
La mayor de los cuatro arrancó el coche cuando todos estuvieron dentro y comenzó a conducir de vuelta a la ciudad. Los cuatro amigos se encontraban muy bien juntos, tenían conversaciones muy amenas y divertidas con las que se olvidaban de todo lo demás. Tanto es así, que la mayor de los cuatro, al estar tan concentrada escuchando lo que sus amigos tenían que decir sobre la hora de la siesta, no vio la señal de stop. El conductor del camión que les arroyó si vio el coche en el que los cuatro amigos viajaban, pero fue demasiado tarde: El coche, tras dar tres vueltas completas sobre sí mismo, quedó boca abajo a un lado de la carretera.
—Te llaman por teléfono –le dijo a Nuestro Protagonista su madre.
—¿Sí? –Preguntó éste al colocarse el aparato en el lado izquierdo de la cara.
—Mi hermana ha tenido un accidente de coche al volver de la playa –Le soltaron de golpe. Nuestro protagonista sintió un sudor frío por su espalda y un escalofrío recorriendo su frente, aunque en los libros siempre había leído que era al revés. Su interlocutora continuó:
—Los tres amigos con los que iba están bien, algunos huesos rotos y unos cuantos cardenales, pero saldrán pronto del hospital.
—¿Y tu hermana? –Preguntó él, sintiendo el corazón justo detrás de la campanilla.
—Está viva, pero… —Nuestro Protagonista se olvidó de respirar mientras esperaba a que ella continuara la frase—,…pero está en coma. Un coma profundo. Los médicos no han hablado de la posibilidad de que despierte algún día.
Cuando salió del ascensor, El Protagonista de esta Historia buscó con la mirada el cartel que indicaba dónde se encontraban las habitaciones: “Habitaciones: 1-19, izquierda, 20-39, derecha” rezaba el cartel. Nuestro Protagonista escogió el pasillo de la izquierda y empezó a leer los números que colgaban de las blancas puertas de las habitaciones. “Seis, ocho, diez…” iba diciendo para sí mientras sentía el escaso peso del libro que llevaba en su mano derecha. “Doce, catorce… dieciséis, aquí es”.
La imagen que le recibió cuando abrió la puerta no era muy alentadora: El padre yacía dormido en un incómodo sillón, la hermana mayor, la que lo había llamado por teléfono, estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando al suelo sin ver nada. La otra hermana estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, viendo la televisión un-euro-una-hora-cuatro-euros-veinticuatro-horas que había en una esquina. La madre estaba apoyada en la pared, mirando al techo. En la habitación reinaba un silencio tan espeso que casi podía tocarse con los dedos. Un silencio que dolía.
Los ojos de Nuestro Protagonista se encontraron con los de la madre, que le devolvió una mirada amable y a la vez comprensiva, como invitándole a entrar sin mediar palabra. Nuestro Protagonista aceptó la invitación y entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Miró a su derecha: una cama vacía. Siguió avanzando con la mirada, y allí estaba ella, tumbada en la cama, los ojos cerrados y la expresión serena. Todo parecía indicar que ella sólo estaba dormida, exceptuando el tubo que le habían introducido por la nariz y que estaba conectado a una máquina que la alimentaba.
Nuestro Protagonista avanzó, acercó a la cama una silla vacía que había junto a la ventana y se sentó a su lado. Tras mirarla un instante con la mirada más tierna, sus ojos se posaron en la portada del libro que traía consigo. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nuestro Protagonista hubiera deseado traer un libro mucho menos típico, más especial, pero era el único libro de poesía que tenía en su casa. “De todos modos, tengo todo el tiempo del mundo para volver otro día con otro libro” pensó. No se equivocaba.
Tras esto, Nuestro Protagonista abrió el libro por la primera página y comenzó a leer con la voz más clara que supo encontrar:
“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra…”
La mayor de los cuatro arrancó el coche cuando todos estuvieron dentro y comenzó a conducir de vuelta a la ciudad. Los cuatro amigos se encontraban muy bien juntos, tenían conversaciones muy amenas y divertidas con las que se olvidaban de todo lo demás. Tanto es así, que la mayor de los cuatro, al estar tan concentrada escuchando lo que sus amigos tenían que decir sobre la hora de la siesta, no vio la señal de stop. El conductor del camión que les arroyó si vio el coche en el que los cuatro amigos viajaban, pero fue demasiado tarde: El coche, tras dar tres vueltas completas sobre sí mismo, quedó boca abajo a un lado de la carretera.
—Te llaman por teléfono –le dijo a Nuestro Protagonista su madre.
—¿Sí? –Preguntó éste al colocarse el aparato en el lado izquierdo de la cara.
—Mi hermana ha tenido un accidente de coche al volver de la playa –Le soltaron de golpe. Nuestro protagonista sintió un sudor frío por su espalda y un escalofrío recorriendo su frente, aunque en los libros siempre había leído que era al revés. Su interlocutora continuó:
—Los tres amigos con los que iba están bien, algunos huesos rotos y unos cuantos cardenales, pero saldrán pronto del hospital.
—¿Y tu hermana? –Preguntó él, sintiendo el corazón justo detrás de la campanilla.
—Está viva, pero… —Nuestro Protagonista se olvidó de respirar mientras esperaba a que ella continuara la frase—,…pero está en coma. Un coma profundo. Los médicos no han hablado de la posibilidad de que despierte algún día.
Cuando salió del ascensor, El Protagonista de esta Historia buscó con la mirada el cartel que indicaba dónde se encontraban las habitaciones: “Habitaciones: 1-19, izquierda, 20-39, derecha” rezaba el cartel. Nuestro Protagonista escogió el pasillo de la izquierda y empezó a leer los números que colgaban de las blancas puertas de las habitaciones. “Seis, ocho, diez…” iba diciendo para sí mientras sentía el escaso peso del libro que llevaba en su mano derecha. “Doce, catorce… dieciséis, aquí es”.
La imagen que le recibió cuando abrió la puerta no era muy alentadora: El padre yacía dormido en un incómodo sillón, la hermana mayor, la que lo había llamado por teléfono, estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando al suelo sin ver nada. La otra hermana estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, viendo la televisión un-euro-una-hora-cuatro-euros-veinticuatro-horas que había en una esquina. La madre estaba apoyada en la pared, mirando al techo. En la habitación reinaba un silencio tan espeso que casi podía tocarse con los dedos. Un silencio que dolía.
Los ojos de Nuestro Protagonista se encontraron con los de la madre, que le devolvió una mirada amable y a la vez comprensiva, como invitándole a entrar sin mediar palabra. Nuestro Protagonista aceptó la invitación y entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Miró a su derecha: una cama vacía. Siguió avanzando con la mirada, y allí estaba ella, tumbada en la cama, los ojos cerrados y la expresión serena. Todo parecía indicar que ella sólo estaba dormida, exceptuando el tubo que le habían introducido por la nariz y que estaba conectado a una máquina que la alimentaba.
Nuestro Protagonista avanzó, acercó a la cama una silla vacía que había junto a la ventana y se sentó a su lado. Tras mirarla un instante con la mirada más tierna, sus ojos se posaron en la portada del libro que traía consigo. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nuestro Protagonista hubiera deseado traer un libro mucho menos típico, más especial, pero era el único libro de poesía que tenía en su casa. “De todos modos, tengo todo el tiempo del mundo para volver otro día con otro libro” pensó. No se equivocaba.
Tras esto, Nuestro Protagonista abrió el libro por la primera página y comenzó a leer con la voz más clara que supo encontrar:
“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra…”
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1:39
miércoles, junio 2
tienes miedo
Tienes miedo. Está dibujado en tus ojos, como quien contempla la cara de la muerte esperando sentir su frío abrazo.
Paralizado, descubres con horror cómo tus pantalones están mojados. Estás perdido.
Me muevo, y con las pupilas como túneles y un grito congelado retrocedes casi por instinto animal. Resbalas con el charco de tu propio miedo y caes sobre la mesa de cristal. Suena como si se hubiese roto el aire.
Te desplomas frente a mí, y nuestras miradas se encuentran. La sangre que brota de mi cuello abierto se mezcla con la que emana de todo tu cuerpo. Eres mi asesino, y mi vida se me escapa como lo hace la tuya, entre sangre y puñales.
Y mientras tu hora llega, inmóvil te condeno a que veas reflejada en mis pupilas la imagen del verdugo que te condenó a dejar de existir.
Imagen que tengo yo delante, y que me llevaré a la tumba con mi último recuerdo.
Paralizado, descubres con horror cómo tus pantalones están mojados. Estás perdido.
Me muevo, y con las pupilas como túneles y un grito congelado retrocedes casi por instinto animal. Resbalas con el charco de tu propio miedo y caes sobre la mesa de cristal. Suena como si se hubiese roto el aire.
Te desplomas frente a mí, y nuestras miradas se encuentran. La sangre que brota de mi cuello abierto se mezcla con la que emana de todo tu cuerpo. Eres mi asesino, y mi vida se me escapa como lo hace la tuya, entre sangre y puñales.
Y mientras tu hora llega, inmóvil te condeno a que veas reflejada en mis pupilas la imagen del verdugo que te condenó a dejar de existir.
Imagen que tengo yo delante, y que me llevaré a la tumba con mi último recuerdo.
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domingo, mayo 30
las personas que se escapan de las fiestas siempre se sientan en un banco a fumar
Se escabulló como pudo de entre toda esa gente y logró salir de la fiesta. El silencio de la calle le acarició el humor, suave, como la brisa que le envolvía. Se sintió mucho mejor, y comenzó a caminar lento, a paso por exhalación.
Mientras se perdía voluntariamente por cada rincón de esa urbanización con aires de laberinto, la sangre se le diluyó de las sienes y sus hombros dejaron de contraerse. En el próximo giro a la derecha, un banco oxidado, tan alto como su rodilla, le invitó amable a detener su paseo.
Contaba el tercer suspiro, con los ojos cerrados, cuando una voz a su lado le obligó a abrirlos:
- Menuda fiesta tienen montada en el número 27, ¿eh? Bueno, aunque a juzgar por tus horribles zapatos para ocasiones especiales tampoco debe de ser gran cosa, porque tienes toda la pinta de haber salido corriendo de ella –la voz era toda sonrisa.
- La fiesta está bien, pero necesitaba salir y tomar un poco el aire –replicó, mirando las puntas de sus zapatos marrones.
- Así que eres de esa clase de personas profundas pero solitarias que durante las reuniones concurridas prefiere permanecer expectante en una esquina, con su cubata intacto y ese aire de persona interesante y de mundo que no deja de preguntarse como ha ido a parar a ese lugar y con esa gente, ¿no? –la voz no parecía necesitar de aire.
- Me gustan las fiestas.
-Pues no dicen eso tus horribles zapatos, están limpios y no tienen cara de cansados. ¿Es que no bailas? Toma –le tendió un cigarro-. Las personas que se escapan de las fiestas siempre se sientan en un banco a fumar.
- No gracias, yo no fumo.
- Vaya, esos terribles zapatos tuyos me han engañado esta vez. Y eso es raro, porque soy realmente bueno leyendo zapatos, aunque sean tan feos como los que te has puesto -se llevó un cigarrillo a la boca.
- Bueno, no creo que estos zapatos sepan mucho sobre mí. No nos llevamos muy bien, solo los saco a pasear cuando tengo que hacer como que me gusta una fiesta. Y parece que eso les jode, porque me dejan los pies hechos polvo.
- Y además te quedan fatal –se encendió el cigarro con una cerilla-. Me llamo Ramón.
- Chest.
- Joder, ese nombre te pega casi tan poco como los zapatos esos que llevas –tosió al final de la frase, y, sin acordarse de respirar, arrojó el cigarrillo con desprecio a la carretera-. Yo es que en realidad no fumo, pero siempre llevo tabaco encima para poder ofrecerles un cigarro a los chicos que se escapan de las fiestas si me los encuentro sentados en un banco –volvió a tenderle otro cigarro.
- Está bien –se lo llevó a la boca y cogió una cerilla- pero yo a cambio solo puedo ofrecerte mis zapatos.
Mientras se perdía voluntariamente por cada rincón de esa urbanización con aires de laberinto, la sangre se le diluyó de las sienes y sus hombros dejaron de contraerse. En el próximo giro a la derecha, un banco oxidado, tan alto como su rodilla, le invitó amable a detener su paseo.
Contaba el tercer suspiro, con los ojos cerrados, cuando una voz a su lado le obligó a abrirlos:
- Menuda fiesta tienen montada en el número 27, ¿eh? Bueno, aunque a juzgar por tus horribles zapatos para ocasiones especiales tampoco debe de ser gran cosa, porque tienes toda la pinta de haber salido corriendo de ella –la voz era toda sonrisa.
- La fiesta está bien, pero necesitaba salir y tomar un poco el aire –replicó, mirando las puntas de sus zapatos marrones.
- Así que eres de esa clase de personas profundas pero solitarias que durante las reuniones concurridas prefiere permanecer expectante en una esquina, con su cubata intacto y ese aire de persona interesante y de mundo que no deja de preguntarse como ha ido a parar a ese lugar y con esa gente, ¿no? –la voz no parecía necesitar de aire.
- Me gustan las fiestas.
-Pues no dicen eso tus horribles zapatos, están limpios y no tienen cara de cansados. ¿Es que no bailas? Toma –le tendió un cigarro-. Las personas que se escapan de las fiestas siempre se sientan en un banco a fumar.
- No gracias, yo no fumo.
- Vaya, esos terribles zapatos tuyos me han engañado esta vez. Y eso es raro, porque soy realmente bueno leyendo zapatos, aunque sean tan feos como los que te has puesto -se llevó un cigarrillo a la boca.
- Bueno, no creo que estos zapatos sepan mucho sobre mí. No nos llevamos muy bien, solo los saco a pasear cuando tengo que hacer como que me gusta una fiesta. Y parece que eso les jode, porque me dejan los pies hechos polvo.
- Y además te quedan fatal –se encendió el cigarro con una cerilla-. Me llamo Ramón.
- Chest.
- Joder, ese nombre te pega casi tan poco como los zapatos esos que llevas –tosió al final de la frase, y, sin acordarse de respirar, arrojó el cigarrillo con desprecio a la carretera-. Yo es que en realidad no fumo, pero siempre llevo tabaco encima para poder ofrecerles un cigarro a los chicos que se escapan de las fiestas si me los encuentro sentados en un banco –volvió a tenderle otro cigarro.
- Está bien –se lo llevó a la boca y cogió una cerilla- pero yo a cambio solo puedo ofrecerte mis zapatos.
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16:08
sábado, mayo 29
II
Eres magia.
Rojo y chispas. Conejos y chisteras. Una dama de corazones en el centro de un as de picas. Una paloma en un bolsillo y una rosa en una manga.
Eres fantasía, ilusión. Eres un niño embobado y un viejo impresionado. Regaliz y anís.
Eres secreto, misterio. Eres fórmula disfrazada de azar. Ciencia tras unos guantes blancos.
Tienes truco, enganchas. Despistas y aciertas. Ocultas e iluminas. Cuestionas. Sorprendes.
Aguardas tras cortinas de rojo terciopelo, y si miras detrás, ya no hay nada.
Trampa o cartón, nada por aquí y nada por allá. Estás en todas partes y en ninguna a la vez.
Lees la mente. Sientes. Controlas.
Sombras, lentejuelas y humo.
Eres magia: levitas.
Eres magia: atraviesas puertas
Y eres magia, pues si te acercas, todo desaparece…
Rojo y chispas. Conejos y chisteras. Una dama de corazones en el centro de un as de picas. Una paloma en un bolsillo y una rosa en una manga.
Eres fantasía, ilusión. Eres un niño embobado y un viejo impresionado. Regaliz y anís.
Eres secreto, misterio. Eres fórmula disfrazada de azar. Ciencia tras unos guantes blancos.
Tienes truco, enganchas. Despistas y aciertas. Ocultas e iluminas. Cuestionas. Sorprendes.
Aguardas tras cortinas de rojo terciopelo, y si miras detrás, ya no hay nada.
Trampa o cartón, nada por aquí y nada por allá. Estás en todas partes y en ninguna a la vez.
Lees la mente. Sientes. Controlas.
Sombras, lentejuelas y humo.
Eres magia: levitas.
Eres magia: atraviesas puertas
Y eres magia, pues si te acercas, todo desaparece…
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2:28
I
Repiqueteo de cubos de hielo. Vaso vacío.
Un suave aroma a alcohol se desprende del cilindro de vidrio y se mezcla con el ambiente. Virutas de humo bailan al son del ritmo que marcan mis pensamientos.
Tu silueta, como una sombra, se recorta frente a la blanquecina luz que parece no venir de ninguna parte.
Blanco y negro.
Y el rojo de la llama de tu cigarro.
No sé cómo te llamas, no sé cuántos años tienes, ni siquiera puedo verte la cara. Sólo conozco de ti tu silueta, tu whisky doble, el humo de tu cigarro y la sonrisa que quiero imaginar en tus labios al cruce con mi mirada.
Me es más que suficiente.
Camarero, por favor, sírvame otra.
Un suave aroma a alcohol se desprende del cilindro de vidrio y se mezcla con el ambiente. Virutas de humo bailan al son del ritmo que marcan mis pensamientos.
Tu silueta, como una sombra, se recorta frente a la blanquecina luz que parece no venir de ninguna parte.
Blanco y negro.
Y el rojo de la llama de tu cigarro.
No sé cómo te llamas, no sé cuántos años tienes, ni siquiera puedo verte la cara. Sólo conozco de ti tu silueta, tu whisky doble, el humo de tu cigarro y la sonrisa que quiero imaginar en tus labios al cruce con mi mirada.
Me es más que suficiente.
Camarero, por favor, sírvame otra.
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