domingo, junio 6

viejas historias

Los cuatro amigos guardaban las toallas y la sombrilla en el maletero. Era tarde, sobre esa hora en la que el sol ya no molesta y deja una sombra muy fina y alargada a tu izquierda en la playa. Había sido un buen día, se habían bañado, habían tomado el sol, se habían hecho fotos, habían hablado… En resumen, se habían divertido.
La mayor de los cuatro arrancó el coche cuando todos estuvieron dentro y comenzó a conducir de vuelta a la ciudad. Los cuatro amigos se encontraban muy bien juntos, tenían conversaciones muy amenas y divertidas con las que se olvidaban de todo lo demás. Tanto es así, que la mayor de los cuatro, al estar tan concentrada escuchando lo que sus amigos tenían que decir sobre la hora de la siesta, no vio la señal de stop. El conductor del camión que les arroyó si vio el coche en el que los cuatro amigos viajaban, pero fue demasiado tarde: El coche, tras dar tres vueltas completas sobre sí mismo, quedó boca abajo a un lado de la carretera.
—Te llaman por teléfono –le dijo a Nuestro Protagonista su madre.
—¿Sí? –Preguntó éste al colocarse el aparato en el lado izquierdo de la cara.
—Mi hermana ha tenido un accidente de coche al volver de la playa –Le soltaron de golpe. Nuestro protagonista sintió un sudor frío por su espalda y un escalofrío recorriendo su frente, aunque en los libros siempre había leído que era al revés. Su interlocutora continuó:
—Los tres amigos con los que iba están bien, algunos huesos rotos y unos cuantos cardenales, pero saldrán pronto del hospital.
—¿Y tu hermana? –Preguntó él, sintiendo el corazón justo detrás de la campanilla.
—Está viva, pero… —Nuestro Protagonista se olvidó de respirar mientras esperaba a que ella continuara la frase—,…pero está en coma. Un coma profundo. Los médicos no han hablado de la posibilidad de que despierte algún día.
Cuando salió del ascensor, El Protagonista de esta Historia buscó con la mirada el cartel que indicaba dónde se encontraban las habitaciones: “Habitaciones: 1-19, izquierda, 20-39, derecha” rezaba el cartel. Nuestro Protagonista escogió el pasillo de la izquierda y empezó a leer los números que colgaban de las blancas puertas de las habitaciones. “Seis, ocho, diez…” iba diciendo para sí mientras sentía el escaso peso del libro que llevaba en su mano derecha. “Doce, catorce… dieciséis, aquí es”.
La imagen que le recibió cuando abrió la puerta no era muy alentadora: El padre yacía dormido en un incómodo sillón, la hermana mayor, la que lo había llamado por teléfono, estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando al suelo sin ver nada. La otra hermana estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, viendo la televisión un-euro-una-hora-cuatro-euros-veinticuatro-horas que había en una esquina. La madre estaba apoyada en la pared, mirando al techo. En la habitación reinaba un silencio tan espeso que casi podía tocarse con los dedos. Un silencio que dolía.
Los ojos de Nuestro Protagonista se encontraron con los de la madre, que le devolvió una mirada amable y a la vez comprensiva, como invitándole a entrar sin mediar palabra. Nuestro Protagonista aceptó la invitación y entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Miró a su derecha: una cama vacía. Siguió avanzando con la mirada, y allí estaba ella, tumbada en la cama, los ojos cerrados y la expresión serena. Todo parecía indicar que ella sólo estaba dormida, exceptuando el tubo que le habían introducido por la nariz y que estaba conectado a una máquina que la alimentaba.
Nuestro Protagonista avanzó, acercó a la cama una silla vacía que había junto a la ventana y se sentó a su lado. Tras mirarla un instante con la mirada más tierna, sus ojos se posaron en la portada del libro que traía consigo. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nuestro Protagonista hubiera deseado traer un libro mucho menos típico, más especial, pero era el único libro de poesía que tenía en su casa. “De todos modos, tengo todo el tiempo del mundo para volver otro día con otro libro” pensó. No se equivocaba.
Tras esto, Nuestro Protagonista abrió el libro por la primera página y comenzó a leer con la voz más clara que supo encontrar:

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra…”

1 comentario:

gota a gota se enrasa el matraz