Hay algo ahí. Debajo. Oculto.
Lo siento cuando cierro los ojos e ilumina mis párpados con sangre. Lo siento cuando me golpea las sienes con fuerza, y rebota en todas mis venas. Lo siento porque me pesa en la cabeza, y me lastra el espíritu. Y le temo porque me nace, como hiedra espinosa, desde el centro del corazón.
Está en mí. Yo lo he creado.
Me amarga la saliva y me seca la boca. Compañero nocturno me vela agónico cada luna. Me habla. Más bien me susurra, se le resbalan las palabras como hilos pegajosos dentro de mi oído. Teje pensamientos justo detrás de mi cara, razones con Razón, que el aire que entra por mi nariz reverencia. Se ríe, y cuando lo hace, se retuerce.
Es peligroso: puede salir.
Cuando se desvanece la venda y abro los ojos, crece. Se alimenta de la realidad, del pasado no presente, luz oscura que desciende pesada por mi garganta y me recorre como ríos de tinta. Se hace fuerte al recordar que no existía, y lo mueve todo a mi alrededor para nunca dejar de existir. Es apatía e impotencia. Es más fuerte que yo, y se burla de mi propia vida.
No sé qué es. Ni sé si quiero saberlo.
Duele. Cuando la luna se esconde y la vida gira ante mí él duerme. Apenas lo siento cuando una realidad de trapo me envuelve desde lejos, y me pienso parte de ella. Cuando respiro y el aire no se pierde antes de llegar a mis pulmones, y la sangre no se me escurre por las esquinas de mi cuerpo. Cuando camino sin dejar huellas de pies de plomo, y mis dientes son blancos, y mi mirada habla. Cuando escucho, y toda voz me suena a música. Ese algo no existe cuando los fantasmas se asustan de mi sombra.
Pero cuando no hay luz y soy yo mi propia sombra, cuando no veo a través de los ojos, sino de lo que hay detrás, unas garras negras que tiran de mi piel desde el interior de mis huesos me recuerdan que no estoy solo, que hay algo que me pesa ahí, debajo, oculto. Y que si lo saco para que le dé la luz quizá tarde menos de una eternidad entera en convertirse en simple humo.
martes, diciembre 13
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gota a gota se enrasa el matraz