lunes, junio 14

Meriflagüer

Meriflagüer se hacía llamar así porque Mariflor le sonaba a campo, y ella había decidido renegar de sus orígenes. Escribía su nombre de esa forma, tal como sonaba, porque tampoco quería parecer una snob.
Vestía escotes demasiado largos y faldas demasiado cortas. Le gustaba que volaran con el viento, y si éste no soplaba, ella ponía mucho cuidado en andar sobre los conductos de ventilación del metro o en tardar mucho más de lo necesario en entrar en El Corte Inglés. Pero ella nunca fue una Marilyn y sus faldas, lejos de volar con erotismo se pegaban con sorna a sus piernas acentuando lo patético de su gesto.
Meriflagüer tenía algo de estrabismo en un ojo, pero a ella le encantaba creer que lo disimulaba magistralmente cuando le hacía una caidita de ojos y un guiño a cualquier chico guapo con quien cruzase la mirada.
Hacía como que estudiaba inglés, para tener una historia detrás de su nombre. En la biblioteca su lápiz siempre rodaba voluntariamente por el suelo, y, en las raras ocasiones en las que ella no se encontraba con el culo en pompa y apretando canalillo para recogerlo, le pasaba la lengua por la goma o la mordisqueaba, a ser posible mirando a los ojos al que tuviera enfrente.
A Meriflagüer le ponía sentirse observada, se le humedecían las bragas cuando, mirara a donde mirara, alguien disimulaba mirando al suelo o fingiendo un repentino picor en la sien. Y es que no podías dejar de mirarla, con su ensayado contoneo de caderas que la asemejaba a un ganso, con sus tacones perennes con los que apenas podía erguirse o con esa expresión en la cara, como de zorra realizada.
Meriflagüer compartía lecho con cualquiera que insinuara un bulto en la entrepierna. En las artes amatorias se sentía una diosa, y le encantaba creer que, de haberse dejado, sus amantes habrían hecho cola para probarla de nuevo. Y es que Meriflagüer era de las que se comía las pollas de dos en dos, porque decía que una sola le bailaba en la boca. Lo que no sabía era que casi todos los que se dejaron realizar esta práctica lo hicieron para sentir el roce con otro miembro.
Porque Meriflagüer jugaba a jugar con los hombres, a tratarlos como objetos, a despertar sus más bajos instintos para conseguir lo que se proponía. Pero lo más que llegó a conseguir tras un polvo fue una palmada en la espalda. Meriflagüer era la bizca, la de los andares de ganso y la cara de guarra. Era el objeto de las apuestas y el complemento a la masturbación de los desesperados. Y mientras ella siguiera pensando que con cada golpe de cadera se derretía un alma a su paso, seguiría abriéndose de piernas a voluntad de quien lo solicitara, sonriendo en su imaginación con la entereza de una joven femme fatale.

viernes, junio 11

el avestruz

Él siempre fue de los que enterraban la cabeza cuando había algún problema alrededor. Allí, bajo tierra, las lombrices le sonreían con gestos velados, condescendientes. Bajo tierra no llegaba el ruido de fuera, y si no lo oía no existía.
Él era de los que se quedaban con la buena noticia y desatendían la mala, que amablemente pidieron que les fuera contada en segundo lugar.
Él no actuaba. En realidad tampoco se escondía, simplemente esquivaba todo aquello que pudiera hacerle daño. Le gustaba subir el volumen de su mp3 cuando el metro llegaba a la estación. Y le gustaba poner cara de “aquí no ha pasado nada” sin mirar para otro lado.
Una vez se compró una espada para enfrentarse al monstruo, pero descubrió, al ir a darle muerte, que ésta era de juguete.
Probó a guardar los problemas en un sobre, y echarlos al buzón con dirección conocida, pero en las tiendas de sellos no supieron ponerle precio al envío.
También pensó en jugar al escondite, pero desistió al recordar que de pequeño siempre era de los que “la quedaban”.
Así que se quedó con la táctica del avestruz, la de los ojos que no ven o del si te he visto no me acuerdo. La del olvido voluntario.
Y consiguió que los problemas no le atrapasen. Consiguió mantener un optimismo inquebrantable y una envidiable forma de desenvolverse por el mundo. Se convirtió en un intocable.
Y un buen día se dio cuenta de que los monstruos no se habían ido, sino que alimentándose de su voluntaria ignorancia crecían y se multiplicaban.
Pero él perdió la oportunidad de enfrentarlos hacía mucho tiempo y era consciente de ello, de modo que decidió proceder como mejor sabía. Se compro una máscara de sonrisa perenne, se subió al escenario en el que se interpretaba a sí mismo y ejecutó su mejor función.
Sin embargo, al terminar su actuación no escuchó aplausos ni elogios. No arrojaron rosas a sus pies, ni tampoco le lanzaron tomates. El silencio que le acogió le perturbó y, por primera vez, se escuchó a sí mismo.

domingo, junio 6

viejas historias

Los cuatro amigos guardaban las toallas y la sombrilla en el maletero. Era tarde, sobre esa hora en la que el sol ya no molesta y deja una sombra muy fina y alargada a tu izquierda en la playa. Había sido un buen día, se habían bañado, habían tomado el sol, se habían hecho fotos, habían hablado… En resumen, se habían divertido.
La mayor de los cuatro arrancó el coche cuando todos estuvieron dentro y comenzó a conducir de vuelta a la ciudad. Los cuatro amigos se encontraban muy bien juntos, tenían conversaciones muy amenas y divertidas con las que se olvidaban de todo lo demás. Tanto es así, que la mayor de los cuatro, al estar tan concentrada escuchando lo que sus amigos tenían que decir sobre la hora de la siesta, no vio la señal de stop. El conductor del camión que les arroyó si vio el coche en el que los cuatro amigos viajaban, pero fue demasiado tarde: El coche, tras dar tres vueltas completas sobre sí mismo, quedó boca abajo a un lado de la carretera.
—Te llaman por teléfono –le dijo a Nuestro Protagonista su madre.
—¿Sí? –Preguntó éste al colocarse el aparato en el lado izquierdo de la cara.
—Mi hermana ha tenido un accidente de coche al volver de la playa –Le soltaron de golpe. Nuestro protagonista sintió un sudor frío por su espalda y un escalofrío recorriendo su frente, aunque en los libros siempre había leído que era al revés. Su interlocutora continuó:
—Los tres amigos con los que iba están bien, algunos huesos rotos y unos cuantos cardenales, pero saldrán pronto del hospital.
—¿Y tu hermana? –Preguntó él, sintiendo el corazón justo detrás de la campanilla.
—Está viva, pero… —Nuestro Protagonista se olvidó de respirar mientras esperaba a que ella continuara la frase—,…pero está en coma. Un coma profundo. Los médicos no han hablado de la posibilidad de que despierte algún día.
Cuando salió del ascensor, El Protagonista de esta Historia buscó con la mirada el cartel que indicaba dónde se encontraban las habitaciones: “Habitaciones: 1-19, izquierda, 20-39, derecha” rezaba el cartel. Nuestro Protagonista escogió el pasillo de la izquierda y empezó a leer los números que colgaban de las blancas puertas de las habitaciones. “Seis, ocho, diez…” iba diciendo para sí mientras sentía el escaso peso del libro que llevaba en su mano derecha. “Doce, catorce… dieciséis, aquí es”.
La imagen que le recibió cuando abrió la puerta no era muy alentadora: El padre yacía dormido en un incómodo sillón, la hermana mayor, la que lo había llamado por teléfono, estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando al suelo sin ver nada. La otra hermana estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, viendo la televisión un-euro-una-hora-cuatro-euros-veinticuatro-horas que había en una esquina. La madre estaba apoyada en la pared, mirando al techo. En la habitación reinaba un silencio tan espeso que casi podía tocarse con los dedos. Un silencio que dolía.
Los ojos de Nuestro Protagonista se encontraron con los de la madre, que le devolvió una mirada amable y a la vez comprensiva, como invitándole a entrar sin mediar palabra. Nuestro Protagonista aceptó la invitación y entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Miró a su derecha: una cama vacía. Siguió avanzando con la mirada, y allí estaba ella, tumbada en la cama, los ojos cerrados y la expresión serena. Todo parecía indicar que ella sólo estaba dormida, exceptuando el tubo que le habían introducido por la nariz y que estaba conectado a una máquina que la alimentaba.
Nuestro Protagonista avanzó, acercó a la cama una silla vacía que había junto a la ventana y se sentó a su lado. Tras mirarla un instante con la mirada más tierna, sus ojos se posaron en la portada del libro que traía consigo. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nuestro Protagonista hubiera deseado traer un libro mucho menos típico, más especial, pero era el único libro de poesía que tenía en su casa. “De todos modos, tengo todo el tiempo del mundo para volver otro día con otro libro” pensó. No se equivocaba.
Tras esto, Nuestro Protagonista abrió el libro por la primera página y comenzó a leer con la voz más clara que supo encontrar:

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra…”

miércoles, junio 2

tienes miedo

Tienes miedo. Está dibujado en tus ojos, como quien contempla la cara de la muerte esperando sentir su frío abrazo.
Paralizado, descubres con horror cómo tus pantalones están mojados. Estás perdido.
Me muevo, y con las pupilas como túneles y un grito congelado retrocedes casi por instinto animal. Resbalas con el charco de tu propio miedo y caes sobre la mesa de cristal. Suena como si se hubiese roto el aire.
Te desplomas frente a mí, y nuestras miradas se encuentran. La sangre que brota de mi cuello abierto se mezcla con la que emana de todo tu cuerpo. Eres mi asesino, y mi vida se me escapa como lo hace la tuya, entre sangre y puñales.
Y mientras tu hora llega, inmóvil te condeno a que veas reflejada en mis pupilas la imagen del verdugo que te condenó a dejar de existir.
Imagen que tengo yo delante, y que me llevaré a la tumba con mi último recuerdo.